“Los mundos de Coraline” es de esa rara estirpe capaz de provocar emociones duraderas, fascinante en su combinación del stop motion y las tres dimensiones, que lleva a momentos en los que las pupilas se nos dilatan de pura maravilla.
La esperadísima nueva película de Henry Selick obra el mismo efecto que los libros troquelados que a tantos nos maravillaron en nuestra infancia: de la misma manera que los abríamos para contemplar cómo se desplegaban castillos, figuras y escenas de los cuentos que nos narraban, así “Los mundos de Coraline” utiliza sabiamente el 3D para extenderse más allá de la pantalla, desvelando un mundo de una enorme y también cruel belleza.
Porque hay que advertir desde el primer momento, y como ya sucediera en las otras obras del director (“Pesadilla antes de Navidad”, “James y el melocotón gigante”), que el mundo en el que se mueve Selick está tan alejado del edulcorado de Disney como cercano a los genuinos de los hermanos Grimm o Andersen, antes de que fueran podados y maquillados por lo políticamente correcto, y en los que lo hermoso se codeaba con lo terrible. Entre esos dos registros se mueve Coraline, una niña mendiga de la atención de sus sobreocupados progenitores, y que acaba tentada por otros padres que encuentra al atravesar una pequeña puerta de su casa, los cuales no dudan en colmarle de regalos y juegos para que se quede con ellos.
El poder de fascinación que logra la combinación del stop motion y las tres dimensiones, sabiamente utilizados para lograr momentos que hacen que se nos dilaten las pupilas de pura maravilla, enseguida nos involucra en las reglas de este juego. Y así, Selick no duda en demorar el arranque de lo verdaderamente fantástico para que nosotros, como Coraline, ansiemos la llegada de la noche para poder abandonar el mundo gris de la vida real y adentrarnos en el otro, lleno de color y en el que los personajes tristes que pueblan su soledad se transmutan en otros divertidos, inmensos, capaces de hacer real cualquier maravilla y encandilar así a la niña.
Quizá “Los mundos de Coraline” no sea una cinta adecuada para los más pequeños, cuando hasta los mayores acompañantes pueden llegar a sentirse inquietos, o incluso aterrorizados, en alguno de sus pasajes. Porque si todavía hay alguien atrapado en la estrechez de miras que identifica lo animado con lo infantil, debería dejarse llevar por el genio de Selick para descubrir hasta qué punto está equivocado. Con unos personajes que tienen ecos en toda la tradición de la literatura infantil y juvenil (incluido un gato que no tiene nada que envidiar al de Cheshire y una Coraline que no es más que una Alicia adaptada a nuestros días), el filme es todo un regalo a la inteligencia y la capacidad de disfrute, la demostración de que todos los avances tecnológicos son pasos adelante cuando se convierten en instrumentos adecuados para narrarnos una historia. Y eso sólo es posible si el director de la orquesta, como es el caso, revela su condición de genio.
Cuando ante nuestros ojos desfilan tantas imágenes que olvidamos inmediatamente, “Los mundos de Coraline”, mecida al son de la estupenda banda sonora de Bruno Coulais, pertenece a esa rara estirpe capaz de provocarnos emociones duraderas. Porque quizá su principal mérito sea el de hacernos recordar nuestra capacidad de temblar ante los monstruos que creíamos en los rincones oscuros de nuestras casas. Y eso, en un momento en el que pensamos haberlo visto ya todo, no deja de ser significativo. Ha tenido que ser una técnica casi tan vieja como el cine la que ha vuelto a recordarnos por qué seguimos amando el sentarnos ante una pantalla: porque seguimos esperando cada día el prodigio. Y este, de vez en cuando, acude. El día que vi “Los mundos de Coraline”, fue uno de ellos.
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